¿Qué hay de esas parejas que se sientan del mismo lado de la mesa, hombro a hombro, mirando al horizonte mientras entre roces y cercanías no se quieren separar? Esas parejas que tienen fervores que apagan el juicio de murmullos ajenos. Esas parejas a las que yo siempre miré con desdén, incluso de repente, con una cierta envidia que se camuflaba en sarcasmos de romances finitos. Era inconcebible para mi entender porque uno quisiera mirar al horizonte en pareja y no verse la cara. Era una imagen que me dejaba siempre en evidencia una vulnerabilidad que, para mí, tenía más sabor a debilidad que a cualquier otra cosa. Todo lo que yo no quería ser: débil, sometida, entregada. Una vez más, qué equivocada que estaba.
Como hace tantos años no creía en la aparente fortuna del enamoramiento, ni en la embriaguez irracional del cariño frecuente, esas parejas me daban como rasquiña momentánea. Un par de “mensos” que parecían estar enceguecidos y que cuando menos se lo esperaran irían rumbo al abismo. Cinismo de la mejor estampa, ese era el mío, porque el romanticismo que tanto me gustó años atrás; con el que soñaba dormida y también despierta, con el pasar de los años y con la aterrizada de sus ineludibles dolores, lo encontré inevitablemente frágil, fingido, tortuoso, impredecible, básicamente ridículo. Cosa sólo para idiotas enamorados; y yo de idiota quise creer siempre, que no me tildarían. Aunque la historia diga todo lo contrario.
Pero, como se me ha vuelto costumbre en los últimos años, la vida se encarga por más que me resista con las uñas, a hacerme tragar todas y cada una de mis palabras y me las alimenta a cucharadas de regreso sin sal, frías y sin adornos; solo tragar y callar. Con la cabeza abajo y el corazón inflado me toca hoy, reconocer, que soy una de esas parejas que se sientan del mismo lado de la mesa en restaurantes para estar más cerca. Me han visto ahora contemplando, no solo en sentido figurado el horizonte desde el mismo lado de la mesa, sonrojada por los roces y palabras que solo se oyen con la mirada. ¡Oh por Dios! Soy, por falta de una mejor descripción, ¡una idiota enamorada! ¿Qué va a ser de mí? Porque honestamente no tengo tan claro si será que la envidia es mejor despertarla que sentirla o si será simplemente mejor despertar.
No me quiero despertar, eso no puedo esconderlo, por más angustia que me invada, la felicidad y la dicha de las mieles del amor siempre ganan la partida, pero debo reconocer que la consciencia absoluta, y el corazón sobrio tienen un sabor a paz y tranquilidad que el enamoramiento por más delicioso y único que sea, no tiene. Porque el amor marea, guste o no.
He repetido más veces de las que pueda recordar, eso de que yo lo que necesitaba era un golpe de suerte. Pensaba que mi individualidad; porque no me gusta decir soledad, era un tema del azar, y sí; como la vida de todos, la suerte es fundamental. Simplemente el azar no había estado particularmente jugando para mi lado en lo que al corazón respecta. Pues no fue sino aterrizar y no necesitar nada distinto a retomar mi rutina que ya extrañaba, para que el azar como por pequeñas coincidencias me cruzara en el camino un tren imposible de evitar. Digo tren porque ha sido bastante poderoso, firme, constante, fascinante, bonito, con una sola fuerza y en un solo sentido, nunca me lo he podido saltar, o me montaba y lo disfrutaba o lo dejaba pasar para cruzar. Ese tren se llama Pablo y para quienes lo conocen sabrán que es una analogía bastante acertada y justa.
Pues Pablo no me ha dejado sino una opción, montarme, no hay cabida a salto, sobrepaso, esquivada o cualquier otra maniobra que me libre de ser feliz, y no gracias a mí, sino gracias a él. Porque él no se anda con rodeos, con pendejadas, con tanta norma autoimpuesta, ni se deja vencer con mis ridiculeces moralistas del siglo pasado. Mejor dicho, Pablo como que de miedos no conoce. Yo, en cambio, me he querido bajar al vuelo más de una vez, porque cobardía en esta área sí que me sobra; o porque va muy rápido o porque el paisaje asusta o porque no entiendo de nuevas estéticas, o porque el destino no está escrito, la realidad es que cada vez que he estado decidida a saltar, me coge decidido pero cariñosamente de la mano me hala de para dentro y con una evidente inteligencia y envidiable sensatez me desarma de todas mis pendejadas y mis justificaciones chimbas, me quita el esfero y el resaltador y como un parabrisas me hace ver un poco mas allá de lo que mi imaginario del pasado me permite, porque realmente, mi historia me ha dejado mucha “mala” maña y me ha desdibujado un poco lo que es bueno. Hasta ahora no ha habido inseguridad que no me abroche y no hay compliques ni enredos que no me meta entre un embudo, mientras anula todo el ruido que yo misma hago. Funciona, no hay más, no puedo explicarlo, voy camino y no se adónde, porque ni pendeja que fuera no ver la buena fortuna de semejante tren que se me cruzó por el camino, ponché mi tiquete y me abroché el cinturón, porque tengo clarísimo que, si me bajaba, me dejaba, y que eso sería como permitirme ser antagonista de mi propia historia.
Puede que después de que me despierte de los espejismos de esta borrachera de enamoramiento, me cambie de línea o de carril o de vagón; ojalá no de tren, pero lo que si estoy segura es que mi rumbo y mi destino de ahora en adelante será sentándome del mismo lado de la mesa, ¿por qué a quién engaño? Eso tiene mucho más de gozo que de oso.