Últimamente por cosas de la vida tuve una epifanía. Un descubrimiento físico/emocional que no tenía tan presente como algo significativo, sino más bien circunstancial, algo a lo que poco o nada le había parado bolas: que el llanto es una herramienta de seguridad.
Soy una persona que no le teme al llanto, de hecho, creo que varias veces en mi vida el llanto casi que me ha dejado deshidratada y es la única herramienta que me silencia la mente por completo. Cuando estoy en medio de una desenfrenada berreada el silencio interior es bendito. Es el único momento de mi vida donde no puedo hacer dos cosas al tiempo. El llanto me saca de mi mundo, tranquilizándome entre suspiros y sollozos de esos que quitan la respiración, mientras las lágrimas, los mocos y las babas se funden haciendo que las mangas me sirvan como kleenex. Pero se puede llorar mucho y pensar poco, lo que pasa es que nada evita que el alma duela antes, durante y después, como un mal presagio.
También soy partidaria de llorar conmovida en matrimonios, en presentaciones o logros de mis sobrinos, con cartas de mi mamá, o con canciones nostálgicas, o en momentos de vulnerabilidad de mis amigos, incluso también en tiempos de hormonas femeninas. Es que soy tremendamente sensible, de eso no tengo la más mínima duda, aun debajo de una fachada fuerte, cínica e independiente, la empatía, la generosidad y la gratitud siempre ganan la partida y sobresalen de una forma u otra. Esa sensibilidad me deja sentir hasta el mismísimo tuétano. Tengo un cuerpo absolutamente sensorial y reactivo y cada detalle que se cruza por mis sentidos no pasa desapercibido. Tengo una habilidad para encontrar en lo básico, lo exquisito y además mi intuición es aguda, desconfiada y casi siempre acertada. Siempre estoy alerta; usualmente a mí, no se me pasa una.
Este preámbulo para decir que no le tengo miedo al llanto, pero si terror al dolor y al descontrol. Mi talón de Aquiles, mi lado más vulnerable, es esa sensación de perder mi tranquilidad, mi control emocional y físico, supongo que es algo que le pasa a todo el mundo. Que de repente me monte en un tren, y acelere tanto que me estrelle aun estando advertida. Sin embargo, cuando el dolor ha estado ligado a la confianza o más bien al quiebre de ésta, el miedo a perderme entre banalidades, promesas fugaces o romances que saben a temporalidad, me mantiene a una distancia muchísimo más que prudente de cualquiera. Básicamente, la cercanía me hace desconfiar de mí, de mi criterio, de mis intereses escondidos, de mis mecanismos de defensa, de mis tiempos, de mis intensiones y sobre todo de mis debilidades de apego. El miedo del abandono nunca me desampara; ni de noche ni de día, nunca me deja olvidar que hay cuidados que valen más que un impulso, que hay dolores que es mejor evitar para no perderlo todo. Pero bueno, las cicatrices dictan por su propia mano las curvas del camino, mientras cogen vuelo si así uno se lo permite; no están expuestas a cirugías plástica de esas que borran historias difíciles.
Mi espacio vital, mi metro cuadrado siempre lo he custodiado con recelo. Por alguna razón el contacto me estremece, no puedo forzarlo, paso por momentos de reconocimiento antes de permitir que alguien o algo lo invada. No me puedo sentir atrapada, detesto las multitudes, las filas o esos abrazos que toca dar por cortesías ridículas. Pero amo un abrazo genuino con quienes quiero o un arrunche mañanero a medio despertar, o caricias y besos de espalda. Entiendo del cuerpo y sus placeres, pero sé que mis sentidos son un puerto de entrada a riesgos de dolores perpetuos, entonces me cuido.
Sin embargo, mi espacio personal, se ha vuelto más impenetrable y el sexo que he sabido sin duda disfrutar por lo genial que es, hoy en día lo tengo a prudente distancia porque siento que lo complica todo. Es que, la intimidad rompe hasta lo que uno quiere proteger y uno se funde en ese lado animal e instintivo mientras la mente sale por la puerta tan campante sin mucha intensión de regresar. No importa que tan pasajero sea el momento, el romance jamás, al menos para mí, es insignificante. Dejar que alguien cruce ese espacio y permitirle ese “togetherness” es una prueba de que una barrera se rompe y me encuentro vulnerable, desnuda de corajes y en manos de otro sin conocer bien si esas manos realmente tienen la gentileza justa o lo que es peor las uñas limadas.
Entonces estos últimos diez años han sido años míos, con excepción de un par de aparecidos seudo-divertidos. Incluso con esos, con los que había historia, confianza e intenciones aparentemente alineadas, sentí con su cercanía un ardor en la piel y un rasguño en el alma, sin ninguna razón aparente y sin mucha justificación. El contacto me daba como alergia y lo único que quería era recuperar mis puertas cerradas, mi tranquilidad de burbuja, cuando decía que sí, quería decir que no, pero cuando decía que no, quería que me convencieran de un sí. Un circo absoluto, no me sentía cómoda, no podía ceder y esa reacción corporal en medio de seducciones inevitables se traducía y se materializaba en llanto. Pero no cualquier llanto, llanto desolador e interminable y con eso rompía toda la magia de esas intimidades sorpresivas. Una vez más el llanto me protegía de pensamientos desordenados; porque llorar no puedo hacerlo en simultaneo a nada. Finalmente, esa escena de dolor me hacía salir corriendo a refugiarme en cualquier lugar apenada de una reacción inconsecuente. Pobres esos desdichados que tenían que lidiar con las hormonas aceleradas y la lucha de algo indescifrable.
Hace años para mí el cuerpo se siente un poco forzado y sobre pensado, y como cuando lloro no pienso, las lágrimas no dejan de rodar desmesuradamente y me protegen de mí misma, de mi dolor futuro, pero seguramente haciendo alusión a un dolor pasado, a un trauma inexplorado, no sé bien cual. Nada de normal tiene que unas intensiones de cariños, de contactos humanos necesarios para todo ser que respira, me sacudan la piel hasta el infortunio de huir.
Hoy en día pienso que la persona que me acompañe tiene que romperme esa barrera que, aunque al principio es atropellada y verdaderamente gruesa no es impenetrable, es un tema de cariño inteligente. De mucho cariño de hecho, de mucha dulzura y de muchísimo aguante. Si es cierto que después soy bien blandita, tanto, pero soy consciente que corro el riesgo de volver a doler y de terminar por otras razones… llorando.
Mientras escribía esta catarsis y este análisis de lo que pensé era un trauma recurrente no identificado, la vida me dio una sorpresa. Nuevamente sin saber a qué hora me sentó en ese mismo espacio donde estaría lista y expuesta a llorar, pero esta vez, esta vez era consciente, lo había visto y aunque no del todo entendido, sabía que este obstáculo no era esporádico, no era del azar, no era circunstancial, sería algo que yo tendría que abordar. Pasé un par de noches en vela ante la posibilidad a la que le quería huir, lo comenté, me mantuve tan al margen como pude de esta atracción fortuita mientras encontraba las espadas y los escudos apropiados para combatir ese temido momento del contacto; del llanto. Mi decisión entonces, fue hacerlo visible, ponerlo en palabras, compartirlo, preparar a este otro con lo que estaba por venir. Por un lado, eso ponía la huida en manos de él y por otro yo me descargaba de la responsabilidad de tener que intimar en condiciones ajenas.
Fast-forward y supongo que funcionó, que el hechizo se rompió. Aunque aparatosa fue mi descripción, confuso el orden, mezcladas las razones y temblorosos los pormenores, el mensaje quedó a la intemperie y le quite así el poder. Ya no habría sorpresas cuando de espacio personal se tratará y supongo que eso me relajo a mí y advirtió al otro que la calma tendría que reinar, la respuesta que obtuve fue tener a un sujeto en mi equipo no en la cancha contraria con ganas de ganar el partido, así ese fuera en definitiva el subtexto.
Con esa “derrota”, ante un trauma ya pasado de moda, la vida cambió, mis tranquilidades tomaron nuevas formas y mis miedos me empezaron a perseguír de forma distinta. Fue inevitable entonces, la obligación de sanar viejos traumas, que con o sin llanto me estaban quitando una parte importante de mí, porque sin ninguna duda tanta traba me tenía congelada en una torre de lágrimas, y todo por culpa de un par de flojos cocodrilos.