Padre Querido:

Me fui lejos este año a buscar algo que no sé si se me había perdido, a encontrar respuestas a preguntas que ni me había formulado. A forjar mi futuro emocional dentro de lo que parece un nuevo contexto para mí y los míos. Era inevitable el cambio y aunque me costaba debía acomodarme y me di cuenta que era imperativo adaptarme si quería sentirme a gusto, tranquila y en paz. Pero debía ser bajo mis propias condiciones, con mis propias reglas.  Partí después de “sufrirlo” con la ilusión escondida de empezar una nueva época de mi vida y entre mil ciudades, mil destinos, mil aventuras, me dispuse a escribir sobre el pasado, sobre los recuerdos, sobre mi vida de principio a fin y para dejarla ir mientras de alguna manera le hacía honor a sus maravillas y sus desdichas, a despegar de forma intensional ciertas heridas de ese pasado y lograr poder liberarme de las cosas que durante mi camino me de lo que me dejaban anclada.

 

Ha sido todo un reto pescar anécdotas y recuerdos de mi pasado, pero me ha traído también revelaciones de como creí y porque soy como soy o porque escojo lo que escojo, y en especial me he dado cuenta de forma más rotunda y definitiva que he tenido una suerte inexplicable, que pareciera fuera, suerte de esas de karmas de la última vida, por conceptos de rencarnaciones. Porque no me deja de asombrar que en todo, hasta en lo difícil me haya tocado tan buena o debería decir mas bien tan extraordinaria fortuna.

 

Hay cosas que han sido difícil de recordar, de plasma y trasmitir. Hay otras que han sido muy difíciles de aceptar. Pero lo más valioso y que no ha sido tan obvio ha sido el rol tan importante que tuviste en mi vida y el desgarro tan devastador, que en silencio y escondido, tuvo el final de tu vida, de tu presencia. Nunca en todos estos años creo que me he creído ni he aceptado la realidad de que mucho te necesitaba, de que mucho perdí, de que mucha falta me has hecho.

 

En mi alma lo he vivido siempre de alguna forma, como una perdida normal, una perdida que no debería ser excepcional, porque no es extraordinaria. Muchos pierden sus padres jóvenes también. Nunca me sentí especial por eso. Bajo los retos, las dificultades, los rasguños de mi vida, los sorteos de la genética y de mi humanidad, eso ha estado ahí, tratando de salir, de expresarse y yo nunca supe realmente reconocerlo por lo que era. Un duelo con el que jamás he hecho las paces de verdad, un duelo que jamás he aceptado como devastador. Todos mis comportamientos de vida que se han sido salidos de normalidades, han sido al final un grito de auxilio, creo que realmente no por mi o mis condiciones, sino por ese dolor que nunca he sabido como sacar, ni sanar, para lograr afrontarlo con valentía; de esa que me hace vulnerable. He usado herramientas para tener una vida “buena” y ser una persona “feliz”, capaz, determinada y fuerte, pero no es un misterio que el corazón se me rompió ese día para siempre y que no he podido repáralo porque jamás vi, que activamente debía repararlo.

 

Ahora que lo pienso, toda esa terapia que he hecho por años ha estado enfocada en mi en mis condiciones, en mis debilidades y fortalezas, pero nunca ha sido una terapia para sanar. Si lo tengo desglosado y entendido, pero no digerido, como digiero yo las cosas. Supongo que ni la fortaleza que me caracteriza, el cinismo y el pragmatismo aguantarían ni se enfrentarían victoriosos a ese dolor que no he dolido de verdad.

 

A los 15 es muy difícil perder un buen papá, muy, lo haya reconocido o no. El mundo masculino para mí cambio para siempre y lo compensé alimentando insaciablemente mi energía masculina, porque inconscientemente sabía que me faltaría el resto de mi vida y había estado tan acostumbrada a tenerla de parte tuya que el vacío fue grande y por consiguiente tenía el poder de hacerme débil, de hacerme sufrir. En lo femenino en cambio no tuve que compensar porque estuve cubierta desde fuera y creo que es parte de la razón por lo que lo desatendí. Todo, sin realmente darme cuenta, hasta hoy 26 años después, que eso si soy honesta, fue así. De esa epifanía le debo dar el crédito a mi madurez, pero también a esta incomodidad profunda que me invadió este último año.

 

En este ejercicio de escribir mi libro, recordando, me di cuenta, lo feliz y lo protegida que fue mi niñez, y el rol que, ustedes dos, mis papás, tuvieron en ella. Pero mis recuerdos de esa década de los 0 a los 10 tu fuiste el protagonista principal, con todo el amor y la admiración que le tengo a mi mamá. Eras para mí un todo. Yo quería ser tú, tenerte a ti, quererte a ti, cuidarte a ti, derrotarme o rendirme en ti. Tuve contigo un vínculo que nunca había entendido en el fondo. A mí me arrancaron mi lado derecho y para sobrevivir lo reconstruí conmigo y solo conmigo, y desde entonces me he sentido desprotegida, desconfiada y con rabia incluso con lo que de niña seguramente me culpé por la angustia o los dolores de cabeza que te di y que en la mente joven y el corazón inexperto le había dado cuerda a la enfermedad que en definitiva acabaría con tu vida.

 

No he hecho las paces con esa niña, porque a mis 15, aunque me sentía grande, preparada y digna de mis independencias, era una niña. Espero que hoy marque un momento que me obligue a dedicarme a sanar y a entender por fin, como hacerlo, porque ya entiendo el porqué, mientras me permito sin engañarme y aunque con miedo a intentar desarmar un poco mi masculinidad y abrir campo a otros de caber en ese espacio de una forma u otra. Mientras tanto, me permitiré seguramente con dificultad, el “derecho” a pedir ayuda, a tener apoyo, a depender de otros en ese aspecto, aunque sea un riesgo a perder de nuevo, y dejarme confiar en que podré ser vulnerable en los brazo de otro. Yo creo que lo que tengo es miedo a volver a sentir un dolor que ni recuerdo como se sintió.

Por ahora te quise, te quiero y te querré