He perdido la cuenta del poco de sapos que han tenido el privilegios de robarme un beso y tengo contados en los dedos de las manos los príncipes a los que he sido yo quien ha logrado robarles millones de besos. Mi primer beso fue a los 16, en una terraza con vista a todo Bogotá cuando justo empezaba ha atardecer. Dicho así parecería terriblemente romántico, pero la verdad es que fue totalmente atropellado. Puro tope-tun de nariz y descoordinación del músculo involuntario que encierran lo labios. El clásico momento que se sueña y que termina siendo muy lejano a la realidad.
Después de ese primer beso quedó mucha curiosidad y una ambición “suicida” de mejorar. Así que después de estos 18 años de ensayo y error, les ventilo un pedacito de mi privacidad para honrar toda esa búsqueda interminable del amor. Siempre vale la pena revivir una pasión que jamás pasará de moda. ¡BESAR!
Los besos bailados
Esos que suceden en medio de la deliciosa seducción de la música, del baile. Para los que todo el mundo circundante desaparece. No hay censura, parece que la fiesta fuera exclusiva, cuando realmente es publica, como de primera plana. Para esos, era fundamental la coordinación de baile y beso. El que lograba ambas, era material de novio sin duda. Los viví siendo un poco más joven y daban para chisme durante días, a veces hasta para pena ajena o guayabo moral. A mí nunca me dieron para problemas, pero tanta publicidad era riesgosa aun cuando, “el que nada debe , nada teme”.
Los besos de retrovisor.
Usualmente venían como una prolongación de los besos bailados, halados por una mano araña comprometedora, buscando un espacio para prolongar la noche. Camino a la casa, en la silla de atrás del carro o del taxi y hoy en día del UBER. Son voyeristas, se imprimen en el espejo retrovisor y seguramente en la mente del espectador durante un buen tiempo. Eran unos besos que podían hacer estrellar a cualquiera. Hace poco me devolví en el tiempo y reconfirmé esa innegable "magia" sin verguenza que me supo a adolescencia.
Los robados de esquina
Son los que me cogieron por “sorpresa” o con los que cogí a otros por sorpresa. Son los andeniaos, los besos riesgos, los que pueden acabar en un rechazo o en un juego de tentación que maltrata o alimenta el ego. Son emocionantes, pensados y planeados y patinan en la mente hasta hacerlos realidad. Solo algunos de esos besos robados se convirtieron en besos enamorados, otros pocos se fueron como anécdotas simpáticas, incomodas o terriblemente babosas.
Los besos de ascensor
Yo no se que tienen los ascensores, pero apenas se cierran las puertas se apodera la tensión incorregible de un magnetismo prohibido. Esos besos son apasionados y privados y tienen la caducidad numerada entre pisos, entonces provoca atascarse a toda costa. Siempre son con ojo cerradísimo y con la confianza atrevida que pide ser más pero que no alcanza a hacerse realidad. Se abren las puertas, aparece el piso y el espacio y toca reajustarse, retocarse poner cara de “acá no pasó nada”; al menos hasta que toque volver a coger el ascensor.
Los besos que marean
Sin duda los mejores besos, los enamorados. No hay calificativo que les haga justicia. Es que no se quieren acabar nunca, no tienen horario, tienen “final” con su respectivo “continuará”. Marean y son los que tocan el corazón, los que no se comparten y tienen sello de propiedad. Los que nos llenan de felicidad y angustia a la vez. Son los besos de la intimidad, de la complicidad. Y tristemente son los besos que corren el riesgo de ser desteñidos por la cotidianidad y la rutina. Los que toca proteger más que ninguno y que con el tiempo, toca, como con todo, practicarlos para no olvidarlos.
Los besos del despecho
Esos son unos besos de control, pataleados, de sentimientos mezclados. Satisfacen y frustran a la vez. Crean falsas realidades y pasan la cuenta. Son con los que tuve los ojos bien abiertos y cuide cada movimiento. Aunque muchas veces fueron los más buscados, los más deseados, son lo que más odio. Los que siempre me contradecían mis pensamientos y mis estrategias. Los que jamás me dejaban orgullosa de mí, sino sintiéndome débil, frágil y fácil.
Los besos innecesarios
Los que dan “pena ajena propia”, que son imperativo olvidar, que se esconden por allá en donde el viento se devuelve. Los avergonzados, bien fuera por el principio que rompieron o por el juicio que dejaron, eran usualmente promovidos por ese trago de más, también innecesario. Fueron los besos de la “Y”; momento en el que no debí raspar fiesta sino coger camino a casa. De esos tengo pocos, pero los pocos que me dí no dieron ni pa’ aprendizaje, simplemente sobraron.
Los besos hechizados
Son los que curan el mal de ojo, el embrujo de un corazón partido y de un cuerpo dormido. Los que despiertan. Son besos gratos, finitos, pero nostálgicos. Esos nunca han comenzado por iniciativa mía, porque lo extraordinario de esos besos es que vienen a atraparme sin importar el esfuerzo o la resistencia que ponga. No importa cuan apasionados o en que situación se presenten, siempre dejan el buen sabor de la expectativa de besos por venir, sin nombre propio, ni dirección. Son generosos, entretenidos y únicos y los que me hacen sentirme MUY mujer.
Los que nunca me di.
Esos tan platónicos y tan prohibidos, de bienes ajenos o de oportunidades perdidas. Son los que mantienen vivas la ilusiones, el deseo de perseguir y cortejar. Los que construyen fantasías y entretienen la mente hasta ese próximo beso, el que todavía no tiene adjetivo acompañante.
Entonces aunque he besado más príncipes que sapos en mi vida, todavía me queda la inquietud de cuantos más tendré que besar para encontrar al príncipe; pero el que si tiene sangre azul, el original, el francés.