Lo que ya no sé pedir

8f8c2f8aef67d31fe352c87eb69ccceb.jpg

Hace algunos meses escribí acerca de un encuentro con un amigo que me cosquilleaba el esternón y terminé el cuento habiendo aceptado que lo que no cuajó, no cuajó. Me “resigne” a un continuará con menos riesgos, así prometiera más espinas. Creí en su momento haber sentido con los ojos abiertos y aunque desconcertada ante la imposibilidad de comunicación, fui todo y parte y escogí creer que lo que yo viví habría sido igual para ambos.

Sin embargo, el peligro de contar historias en papel y darle un lugar a lo vivido, es toparse con retroalimentaciones acertadas que destapan nuevas realidades. Fue conversando con una pareja de amigos que se me abrieron los ojos de la manera más inesperada y vi una realidad que me dejó con el ojo aguado, con la frustración pasada y posiblemente futura a tope, y con el corazón arrugado de pensar que mi peor enemigo en el amor últimamente soy sólo YO. Entonces así como le doy siempre un lugar a lo importante, ha llegado la hora de darle un lugar a lo único que realmente me falta y que llevo años pensando que quiero pero que luchado tanto para NO necesitar. Un amor. 

Que miedo tan grande que me da con sólo ver eso en blanco y negro, porque apenas veo la palabra necesitar juntándose con amar y las traduzco de inmediato en depender, en derrota, en juicio, en descontrol, en mis viejos hábitos y lo más poderoso, en dolor. Por mis malas mañas y por esa vocecita que desde los 15 me repetía que no había que ser intenso, que había que hacerse desear, que si a uno lo quieren lo buscan, que estar desplanada no me hacía interesante, que no hay que joder, que no hay que celar, que jamás hay que mostrar interés, que no hay que PEDIR. Durante muchos años, mis amigos, familia y muchos hombres me tildaron de desmedida en el amor y siempre era esa la razón que explicaba uno u otro fracaso. Resumido todo en esa palabra; a la que más le huyo y a la que he logrado encontrarle otros matices porque sé que jamás podré evadirla; la INTENSIDAD. Esa “culpa” que ahoga con cariño y necesidades al otro y que siempre parece exagerar. 

Sumándole a mi adolescencia y principiada adultez un ego magullado por esos juicios de loca y de incapacidad de relacionamiento por ser tan pasional por mis aristas bipolares, era de esperarse no sólo que yo no pudiera conservar un novio, sino que no pudiera superar a un hombre con la debida “dignidad”, o eso pensaba yo. Pues bien, así pasaron uno y otro y todo encajaba perfecto entre los juicios externos, mi discurso interno de culpas, responsabilidades y necesidades reprimidas y los pedazos de corazón que perdía por el camino y que me desangraban la vida por momentos, me dolían hasta más profundo que los huesos, pero que parecía todo ser merecido y buscado.

Debió ser por eso que cuando mi viejo corazón me puso a prueba por ultima vez y se me presentó la oportunidad de aprender a dominar mi talón de Aquiles, no perdí un segundo de atención y absorbí todas y cada una de las estrategias y tácticas para vivir “feliz” sin depender de otro. Aprendí a ponerle cabeza a todo para que a la hora de la verdad no pudiera volverle a echarle la culpa a las pasiones sino a mis más controladas razones. Hasta ahí todo sonaba perfecto y sobretodo muy dependiente de mí. Pero haciendo fast-forward seis años, sigue sintiéndose propio, pero no voluntario. Mi trabajadísimo mecanismo de defensa para no ser juzgada como intensa se transformó en un instrumento de aislamiento más que en un formato de buen compartir y lo más increíble es que se volvió parte de mí, se me volvió automático. 

Ahora resulta que haberme vuelto tan independiente de corazón y habiendo llenado mi vida de cosas que me hacen feliz, pero que no requerían ser compartidas, simplemente me volvió una mujer casualy “descomplicada”. Alguien que no pide nada porque no necesita nada y me tiene en el lugar exacto donde debería estar; rodeada, ocupada, realizada, pero sola. 

Fue en la retrospección de unos días de vida compartida con un hombre que me quería pero que me “trancaba”, que me di cuenta que mi imposibilidad de presionar o de incomodar, no sólo era disuasiva y excesiva sino también antipática y desconcertante. Aun cuando la intensión en mi mente era darle una oportunidad a una situación, siempre que yo mostraba alguna señal de interés, también la borraba con una práctica indiferencia; restándole importancia a detalles importantes para que no pareciera desesperada o necesitada; un tanto exagerada creo yo que fui. El corazón, sin razón, pero con intensión, me ponía a prudente distancia. Debió ser por eso que, aunque a ratos me sentí incomoda, siempre lograba mantener la tranquilidad y el original status quo.

Tan absurdo es lo que hago hoy en día que viajo 6,000 km para ver a alguien y le digo en todos los tonos que no hace falta quedarme con él, que no hace falta que me recoja en el aeropuerto, y que no quiero incomodar, y no manifiesto que lo que quiero es pasar unos días con él, como “pareja”; no como unos amigos que con toda casualidad a ratos se deben el uno al otro y a ratos se lavan las manos. Me habría gustado aprovechar de lleno la oportunidad de esos días en algo que en mi imaginario podría casi funcionar, pero nunca lo reconocí. 

Dúrate días me daba cuenta de las reacciones de antipatía de él, unos cambios de temperamento que me dejaban más en duda que en ilusión, que de pronto eran producto de haber querido lo mismo que yo, mientras yo lo único que le daba a entender era que nada era tan significativo o importante. Protegiendo por algún motivo eso de que siguiéramos siendo buenos amigos, que quedáramos los dos en buen concepto y que mi corazón no se involucrara a menos de que el de él lo hiciera primero. Una carrera por ser la ultima vulnerada, mientras utilizaba esa frase típica bogotana que dice mucho y pidiendo poco: “vale huevo, no pasa nada”. Hombre, claro que importaba, ¡claro que pasaba! Yo debí permitirme quererlo todo, pedirlo todo y darlo todo así lo perdiera todo.

A estas alturas de mi vida ¿cómo es posible que eso me haga sentir comprometida o comprometiendo? Es posible, sí, porque para mí, el miedo a perder es más grande que el deseo de ganar. Yo ahora siempre un poquito dentro y un poquito fuera para tantear las aguas y no tentar al destino. Es que ni siquiera me permití emocionarme previo a mi viaje ni con mis amigos, ni con mi familia, ni conmigo misma. Con esto si puedo tildarme de loca, porque la verdad visto así, es toda una locura.

Yo ya no sé decir verdades a medias, ya no sé engañarme con juegos de palabras o deseos reprimidos. Sé decir te quiero, pero no te necesito, sé pedir perdón por no sé pedir amor. Sé querer con desenfreno, pero no enamorarme sin inteligencia. Y hoy me asustan más mis mecanismos de defensa, que, aunque me protegen de todo riesgo, me aíslan hasta del más cercano y generoso de los hombres. 

Ojala para no dejarlo sólo en palabras, pueda pronto volver a tener la ocasión para intentar pedir lo que necesito y pretender así sean unas moronitas de amor, empapadas de coraje, ingenio y ternura, de esas que se comen de a poco pero que se digieren irremediablemente en compañía.