Educación de comedor, libertad de computador. 

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Nací en 1982 justo entre la generación X y Y, hija de unos baby boomers de esos que sabían hacer de todo, que se defendían solos, que llegaban al éxito no por herencias sino por esfuerzos, con dos hermanos mayores hijos de los 70s, criados un poco más a “rejo” y sin apertura y mi hermano menor hijo de los 90s un milenial, justo a ras.  

 

Pero bueno hablemos de la mía; de mi generación, que fue en mi opinión la generación de transición. Con papas que no nos consultaban a la hora de educar, de viajar y mucho menos de comer; todavía se recibían ordenes y ni de vainas protestar.  Me tocó el pellizco debajo de la mesa y la palmada en la nalga en casa ajena por portarme mal. Me tocó responder por las notas del colegio dando explicaciones con cartilla en mano y ojitos de yo no fui. Me tocaron castigos de lectura sin posibilidad de portazo. Me tocaba responder, simplemente, eso. Me tocó ir al colegio TODOS los días, nada de vacaciones con horario extendido. ¡Y cuidadito con decir groserías! 

 

A mí me tocó jugar a la casita y armar todo tipo de cuevas, hacer ascensores de papel higiénico para una que otra muñeca, me tocaron patines en línea, me tocó jugar chicle americano, apostar piquis, ganarme yoyos en los camiones de Coca Cola y las monas en la chocolatina jet y si, también me tocó Mario Bros. Me tocó deporte, deporte y más deporte, finca, finca y más finca. Me tocó montar en carro con ventana de manivela y antena de esconder. Me tocaron busetas por la 7, el apagón, café y la inolvidable Betty. Me tocó disfrutar del mundo porque de Colombia no se podía. Vacaciones de las que fui afortunada de tener y que daban el único momento de compras para estrenar. Me tocó dormir en cualquier cantidad de restaurantes, finca y fiestas, nada de consideraciones de horarios de sueño de niños de porcelana. Pero gracias a eso me gocé la alzada de mi papá hasta la cama al final de cada jolgorio mientras me hacia la dormida. Me tocó el ángel de la guarda mi dulce compañía con mi mamá al pie de la cama e ir a misa a las buenas o a los malas los domingos. Me tocó decir por favor y gracias y siempre saludé mirando a la cara. Eso en mi niñez, porque en la adolescencia la cosa fue con otro son. 

 

A mi generación le tocó un cambio tecnológico supremamente rápido, aparecieron los celulares y la mensajería de texto, apareció internet, la enciclopedia encarta, napster y su música ilimitada y después de unos años me tocó por supuestos la magia de Google. Pasamos de usar bibliotecas a usar computadores; de lo esforzado a lo inmediato. Nuestra generación fue pionera del fast-fashion y la apertura puso en carrusel el consumo. Mejor dicho, de chiquitos nuestros deseos era aspiraciones y tenían un precio más allá del monetario; conseguir era una recompensa y no una certeza. Pero en nuestra juventud de repente nuestros deseos y caprichos se hacían realidad con un plástico de números peligrosos; así de fácil, así de rápido, así de anónimo. 

 

Y entonces me fue tocando ver como mis sobrinos nacían en un mundo, más “fácil” que prometía ser mucho mejor, donde todo estaba al alcance de un teclado. Confieso que yo que durante años los envidiaba, lo percibía libres, expuestos y valientes, hoy los creo atrapados, encerrados y asustados. Porque sin saber a que hora les cambiaron la creatividad y la motricidad, por la pantalla y la pereza. Pero lo más grave, o mejor debería decir lo más triste, es que les cambiaron el esfuerzo por la “felicidad”, y el deseo por la inmediatez. Vida en donde casi cualquier satisfacción sirve, pero nunca dura. 

 

Y estos padres, hijos de los 70s y 80s, con papas que les exigían y los recriminaban por cosas básicas, crecieron entre el contraste de los Pica-Pierdas y de los Supersónicos queriendo que todo fuera más “fácil”, deseosos de un mundo más accesible, más de película y con hambre de una modernización con oportunidades infinitas. Hijos que vivieron bajo el techo de sus padres y que así quisieran no hacían lo que les daba la gana, mientras soñaban desde entonces con la vida que tienen hoy sus hijos, estos milenials de los que tanto se habla. Esos dueños del mundo, merecedores de lo mucho y de lo poco, llenos de opciones, pero con cero restricciones y verdaderamente con un mundo de limitaciones. 

 

Porque a esa nueva generación se le ha quitado el privilegio de sobrevivir, de hacer, de ensuciarse las manos, de la libertad con escalones, de los errores, de las tristezas, de los sufrimientos; lo han perdido todo, por ese deseo reprimido de sus progenitores de haber querido durante tanto tiempo TENER. Y no hablo de tener sólo en términos materiales, hablo de tener mundo, de tener oportunidades, de tener libertades. No hay que malentender, es una maravilla TENER, pero no me cabe ninguna duda de que es más gratificante OBTENER. La generación que me precedió no sabe OBTENER sólo TENER y se está perdiendo de la dicha y de la satisfacción de conseguir con pica y pala sus deseos con esfuerzo y sobretodo con calma. Pero como pedir calma hoy si todo hoy es instantáneo. 

 

Que difícil que me parece compaginar esas dos generaciones, mientras la mía yace en un centro, entre las tibias aguas de las tradiciones y los experimentos; la vieja moderada escuela y la avasalladora tecnología. Mientras entre afanes veo como se pierden los “momentos de verdad”y se desdibuja por completo la privacidad. Niños y adolecentes que “gozan” de privacidades atrevidas no acordes a su edad mucho menos a su sinceridad se pierden entre redes y peligros. Veo como mis hermanos mayores batallan contra la tecnología que durante tantos años añoraban, mientras sus hijos saborean un mundo completamente “secreto”, virtual, lejos de las realidades tangible y tan lejano que parece imposible contenerlos o lo que es peor protegerlos. Eso momentosen donde mis papas podían “supervisar” mi vida, para conocerme, guiarme y si era necesario protegerme ya no existen. Ya ni siquiera hay momentos para responder, para enfrentar, ni para preguntar. Ya la expectativa de presencia la arrebató la antipática practicidad de estas cotidianidades anestesiadas.

 

Para compararme no me queda sino decir que me siento afortunada por estar empoderada y aunque no tan útil como mis papas; que lo hacían TODO, si me siento tranquila de lo que quiero, lo que tengo, lo sobre todas las cosas, lo que puedo. Me encanta mi relación con las responsabilidades y sé que mi identidad soló sufre por mis elecciones, mis errores y afortunadamente todavía por mis momentos de verdad. Hoy me salvo de tener alguna crisis de identidad sin entender por qué.

 

Y mientras todas las generaciones se van arrugando como el papel y yo me frustro y me escandalizó entre el closet con lo de hoy, seguramente de la misma manera como lo hizo mi mamá con mi generación, siento que me salvé. Mucha suerte saber que alcancé a recibí una educación de comedor con libertades de computador. 

 

La mejor suerte para todas y cada una de las generaciones y mis más grandes respetos a aquellas que hoy en día guían con bagajes de pasados irreconocibles, con los ojos cerrados a eso que están en un mundo de identidades y realidades virtuales.