Nunca he contado la historia que estoy por escribir, de hecho, nunca había querido recordarla, pero aún conmovida por el inevitable dolor, sé que también hoy me da una inexplicable tranquilidad. Acá les va un día doloroso pero muy cercano a mi corazón.
Es viernes, 12 de septiembre de 1997, 5:00 am, suena el despertador y mientras abro el ojo, mi mamá ya se asoma por la puerta como cada mañana para cerciorarse de que me levanto. Con ese verso que siempre me recita para pararme de la cama sin ser brusca, pero sí contundente; “gorda, al agua patos… al hombre sin plata la cama lo mata…”, entonces me desperezo y me paro. Sólo que esta vez mientras me paro y voy hacia el baño, Lina se ve cansada y, arrugando la nariz como para no llorar, me cuenta que mi papá pasó una muy mala noche y me dice: “tu papá está muy malito”, me meto a la ducha y no pregunto mucho más, no quiero saber más. Hago cada paso automático y aunque sé que algo anda mal, evito pensar, pretendo que el mundo sigue girando como todos estos días desde que mi papá se enfermó; incómodos, pero sin novedad.
La última semana ha sido más áspera que de costumbre, ya no subo al cuarto de mis papás como antes, probablemente estoy evitando ver el dolor y sobretodo, evadiendo la realidad para vivir en alguna fantasía que no me asuste tanto. Ese lunes grito desde abajo para despedirme y salgo por la puerta con mi hermana mayor que me ha insistido ya varias veces que suba y que le de un beso a mis papás, pero no subo, salgo y al meterme al ascensor, Laura, probablemente frustrada y sabiendo tantas cosas que yo ni me imagino, me regaña y me dice que tengo que subir, que mi papá se va a morir, que no sea terca. Entro en cólera; ¿cómo se atreve siquiera a insinuar semejante absurdo? ¡Claro que no se va a morir! Mi papá es mi papá; para mí, todopoderoso.
Pero sus palabras calan en fondo del corazón, sé que puede ser cierto, entonces esa semana sin admitirle a nadie corrijo e intento compartir más minutos sagrados con mi papá. Lo acompaño en sus masajes de hierbas; con toda la casa que huele a tomillo y a romero. Casi siempre está dormido o acostado, adolorido, medicado, pero cuando entro al cuarto, entre su evidente incomodidad e inevitable resignación, mi compañía o la de cualquiera de mis hermanos lo tranquiliza, lo “alegra” y cuando le doy un beso o le toco la mano siempre se encoge con dulzura y me acerca o me aprieta y ahora la que se tranquiliza soy yo. Así pasa el lunes, el martes y el miércoles, pero el jueves...
No amanezco sintiéndome bien o será que estoy fingiendo algún dolor irrelevante y logro no ir al colegio. ¿Realmente, a quién le importa el colegio? Por fortuna hoy mi papá ha amanecido muy bien. Tiene apetito, quiere que lo llevemos a la finca, va alguien de visita y está lleno de energía, muerto de la risa, haciendo chistes, el de siempre. Me impacta mucho, porque hace tiempo no lo veía así, tan Él. Pasamos horas en el estudio charlando con visitas que vienen y van, y yo muy en el fondo pienso, ¡se está mejorando, Laura no sabe nada! Tan bien está, que consideramos irnos para la finca, para que vea la obra del segundo piso, pero mientras mi mamá le ayuda a alistarse para salir, ya el esfuerzo ha sido suficiente y está cansado; rendido. Así que no hay que sobreactuarse. Pero entre ironías y chistes terminamos la tarde como la mejor en mucho tiempo. Qué fortuna haber estado todo el día con él pensé. Ahora, los niños a dormir porque mañana toca madrugar, pero esta vez sí nos despedimos con beso y abrazo espichado porque todo parece estar bien. Laura para su casa con su esposo (o eso creo yo) y Alejandro que ya no le dan instrucciones se irá a dormir cuando le parezca.
Como he faltado al colegio el día anterior, no me entero de que la ruta hoy viernes pasará un poco más temprano y cuando bajo al paradero sin haber subido a despedirme de mi papá, me ha dejado el bus. Un amigo que está en la mismas me dice que nos vayamos en taxi. Yo a esa edad no era mucho de andar en taxi así que llamo por el citófono a mi mamá para pedir permiso y con un desazón en su voz me dice: “no, no, sube que después Frankling te lleva, no quiero tener esa preocupación ahora” yo que soy tan peleona ni lo discuto y cojo de nuevo el ascensor hacia arriba. Entro a la casa y me dirijo como siempre a la cocina, pero en la cocina esta mi tío, ¡el médico! A las 6 am. Y pienso: ¡Mierda! ¿Que pasó? Y mi mamá con esa compostura de siempre me sube al cuarto donde están TODOS los adultos; ¡yo nunca los vi! ¿A qué hora llegaron? no me acerco mucho más de la puerta. Mi papá esta acostado en su cama de “enfermo” respirando despacio y creo que están mi mamá, mi tío y Laura al lado de la cama. Manuel José con cariño, pero con inevitable realismo de ese que no es mágico, nos dice que su corazón poco a poco irá parando. Hoy es el día, no parpadeo y pienso en el lunes en el ascensor y no lo puedo creer. Pero da igual, mi tío nos avisa que ya paró su corazón y mi mamá se hecha a llorar, no sé si la abraza mi hermano o mi hermana porque yo salgo corriendo hacia mi cuarto. Después de meses de la espantosa realidad del cáncer hoy es el final de la vida como la conocíamos y el principio de lo increíble que todavía no sabíamos que íbamos a construir.
La muerte es difícil de aceptar, de digerir, pero no de vivir. Es que aceptarla y digerirla se puede posponer, se puede evadir, se puede distraer, pero en cambio, vivirla, sí TOCA, le guste a quién le guste. Toca hacer todos esos rituales post-mortum que relamente ayudan a distraer el alma, mientras inevitablemente nos tocará hacer el duelo. Yo inconscientemente, lo pospuse mucho, 15 años no me daban para mejores raciocinios. Es que cuando las cosas tocan, no es cuestión de fácil o difícil sino de realidades inamovibles. El mundo nunca para de girar, el sol sigue saliendo y sigue poniéndose día tras día igual. Sin duda éste ha sido el peor viernes de mi vida, pero lo recuerdo como un hito y un día de paz porque el Pollo por fin descansó. Me duelen más los días previos y los días que vinieron después, jóven todo se aprende más fácil, se acomoda más fácil pero también se esconde más fácil.
Mi papá murió de un cáncer de páncreas a sus 48 años. Dejaba a su mamá, a un hermano y a dos hermanas. Mi mamá quedó viuda a sus 46 años con 4 hijos y un nieto. Laura tenía 27, Alejandro tenía 25, Helena tenía 15 y Tito tenía 8. Nos dejó a todos iniciados la verdad, porque, aunque la vida de mi papá siempre me pareció tan completa, tan llena de cosas, tan intensa, y también me parecía que no le faltaba nada por hacer. Hoy veo que: ¡Juemadre, le faltaba media vida! Pero la primera media qué bien vivida.
La vida es así cada uno tiene su tiempo y el de mi papá fue corto pero sustancioso. La llenó de familia, retos, carcajadas, amigos, triunfos, angustias y anécdotas porque se la gozó como pocos. Hoy veintidós años después ya nada me duele ni me angustia, creo que se internalizó la energía que me dejó, se me taladraron sus principios y se me amañaron algunas de sus mañas. Creo que al final de la historia el “final ha sido feliz”. Nos hemos dedicado a vivir los que quedamos con su ejemplo de vitalidad y gozadera mientras construimos una familia irrompible y solidaria, cosa que jamás habría pasado sin ese día que mi papá nos supo unir desde acá o desde allá. Si me tocara definir lo que significa esta muerte, la verdad es que para mí ha significado PURA VIDA.