Platónico coqueteo

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La primera vez que supe lo que era sentir cosquillitas del corazón tenia solo 8 años estaba en primero de primaria y quien me aceleraba el pulso era un niño mucho mayor. Un niño siempre sonriente, siempre puesto en su lugar, sin ninguna arruga o mancha en la camisa y con una sonrisa que siempre me encandelillaba.

 

Nicolás, era adorado conmigo, siempre me incluía en sus juegos de niños grandes y siempre tenía historias que me cautivaban. Nuestros papás eran amigos y con eso tuve que verlo en un centenar de escenarios sociales y talvez en uno de mis planes favoritos que niña; en las novenas en su finca; Taquira. Era tan platónico lo que sentía que cada mirada, cada palabra o cada roce me bloqueaba de los nervios y una admiración magnética que era dominada por una vergüenza propia de esa edad. Porque, aunque quería impedir a toda costa que se diera cuenta de mi traga infantil siempre quería tenerlo cerca. Eso, hasta que un día cogió su camino y ya no tuve nunca que esconderme más, o al menos eso creía. 

 

Años después me tropecé con un Juan Pablo, mi segundo amor platónico. A mis 10 ya me sentía más en control de mis tácticas y era bastante más arriesgada, le mandaba cartas, casetes y regalos, siempre desde el anonimato eso si; todo muy desde la barrera. Tan anónima traté de ser que un día por un descuido me pillaron y hui como cualquier delincuente de poca monta a esconderme, terminé sin saber a que hora debajo de un carro. De poco sirvió, tarde o temprano tuve que salir de mi refugio a dar la cara, colorada y temblorosa me gané un beso en la melliza y camine de regreso a casa entre las nubes, con risa, pero sin prisa. 

 

Y así vinieron otros amores que platónicamente y con los años pasaron con el pasar de las paginas. Todos cerca, pero con la distancia de la cobardía y los imposibles. Hasta que llegaron los amores de verdad, los que conquisté y no recuerdo bien cómo, ni dónde, ni porqué; los atrapé con facilidades desconocidas y aleatorias y ya los conservé con mi particular “charm”, ese que tengo cuando ya tengo algo de confianza, de control. 

 

Quien se hubiera imaginado que a mis 37 todavía me comportaría igual, que con toda la cancha y la experiencia que he acumulado con los años todavía me pase que al que me gusta es al único que no soy capaz de hablarle, al único que no puedo acercármele con seguridad y tranquilidad y con quien evito a toda costa que se me note el interés. Es como absurdo, pero cierto. No se si es porque soy tan expresiva y porque lo llevo todo tan en la piel y soy tan fácil de leer; talvez por eso es que me asusta que me descifren y o me ridiculicen o lo que es peor que me rechacen. Digamos las cosas como son: MIEDO puro y absoluto. 

 

Lo increíble de todo esto es que por obvias razones sería tanto más óptimo que el hombre que me guste me tenga al menos en el radar, escondiéndome detrás de las columnas o hablando con todos menos con él, la única posibilidad que me deja es brillar por mi ausencia. En mi caso brillar por la ausencia es fácil porque el ruido que hago no tiene nombre. 

 

Mi seducción y coqueteo siempre estuvo ligado a la pista de baile, con lo auténtico de la dicha del movimiento y en la sensualidad de la cercanía de los cuerpos. Pero cada día hay menos y menos oportunidades de jolgorios para pescas milagrosas. Cada día los disponibles, divertidos o interesantes están tomados. Y como dice un amigo: a esta edad ya todos estamos un poco locos, un poco cojos y un poco quietos. 

 

Admiro a esas mujeres que pueden identificar a su presa e ir a por ella con gracia con feminidad y seguridad y casi siempre salir triunfantes agarradas de una mano araña con promesas de citas infinitas. Yo creo que necesito más de un par de ginebras para competirles y eso que con ginebra en mano me torno es como un compadre, al que le gusto lo empujo, lo insulto, y por Dios santo, aunque divertida lo espanto.

 

Pero el coqueteo es ahora platónico, inservible, y aunque hoy más segura de mi misma que nunca antes, confieso que, ante los cosquilleos de masculinidades interesantes, pareciera que no hay galantería por obvia y evidente que sea que pueda transformarme y despertarme sin música, sin baile y parece que sin ginebra para estar al “acecho”. Hay pocas oportunidades y se escapan rápidamente, hoy si estoy de suerte tendré una o dos y me gustaría no echarla en saco roto, sino más bien aprovecharla y retarme ¿Cuáles serán los otros atributos seductores que puedo sacar para apostar sin tanto titubeo con arco y fleca a un blanco así este lejos, quieto o fácil?