Quienes me conocen saben que cuando se trata de baile y despeluque difícilmente podre quedarme sentada. Me cosquillean los pies, se me contonean las caderas, se apodera de mi un sentimiento y una necesidad involuntaria de moverme y así lo trate de ignorar, tarde o temprano no puedo evitarlo y bailando camino, bailando hablo, bailando sonrió. Talvez a algunos los sorprenderá, a otros los abrumará, a otros lo animará y a otros los espantará mi desmedida y desbordada energía. Pero la verdad sea dicha, la música y mi sangre latina sin ninguna duda me dominan a la hora de celebrar. Creo que no en vano nací un 6 de agosto, fecha que es siempre precedida por un festivo, fecha de desorden, de celebración, una fecha sin excusas, sin presiones ni perezas.
Pero bueno, esta historia, es sobre la fiesta, sobre mi música, mi despeluque y sobre el ritmo sin glamour y la felicidad sin pausa. Una historia sobre ese alter-ego que se me despierta en la pista de baile con hambre de ritmo, de movimiento y de seducción. Haciéndome perder la cordura, el glamour y la compostura para regirme por pasiones, por lo genuino de mi cuerpo y lo autentico de mi personalidad. Es tal vez por eso que mi sex-appeal siempre estuvo en la pista de baile, es por eso que uno de mis sueños más románticos fue dedicarme al baile, estudiarlo, aprenderlo, para luego poder saborearlo.
Bailar creo es uno de esos pocos momentos donde no hay apegos ni etiquetas, donde no hay inhibiciones ni juicios, donde me siento cómoda, donde me siento yo, donde me siento desahogando la cotidianidad de días con responsabilidades y presiones, un instante donde me luzco y no en vano desaparece el protocolo y felizmente lo cambio por la salsa y el sabor.
Pero todo bailoteo, aunque tiene su recompensa también tiene su precio. Es que es innegable; el glamour lo pierdo cuando la pasión me invade, en ese preciso instante cuando la partitura pierde sus márgenes y renglones, cuando el ritmo gana la partida y la música provoca nostalgias, ilusiones, amores, desamores y ya pierde toda importancia el tiempo y el especio. El baile lo amerita todo; el sudor, las carcajadas, el despeluque, la laringitis y por supuesto la foto inescapable que registra y es clara evidencia de tanta dicha temporal y tanta desdicha glamurosa. El baile justifica todo menos perder los zapatos como cenicienta, porque aunque me cueste los dedos, de la fiesta salgo calzada o alzada, pero jamás descalza.
Cada jolgorio es sinónimo de producción, de la más apuesta presentación, es una oportunidad de reinventarse, de salirse del molde y de disfrutar de un poco de maquillaje, seda y un par de cumplidos. Pero a pesar de mi apego por los zapatos, para mi inevitablemente el glamour dura lo de un pestañeo. Dura lo que duro saludando a la llegada, o de pronto dura lo de la comida y eso que cómo casi siempre como de más, inevitablemente mi ombligo siempre de una u otra manera trata de pedirme cancha y hasta ahí llegó el garbo y la elegancia. Para ser realmente honesta el glamour solo aguanta hasta el espejo del ascensor y sorprende al portero mientras desfilo por la recepción tan tiesa y tan maja mientras hago mi salida triunfal, porque no me malinterpreten, salgo siempre como rin-rin renacuajo. Pero como la mona así se vista de seda mona que queda, yo me gozo la seda y el atuendo pero al final sólo me contento con que nadie me quita lo bailado así me vaya destiñendo con el pasar y al compás de las canciones.
En cambio, que me dicen de esas mujeres que siempre logran estar de punta en blanco, a las que el lino no se les arruga o a las que el blanco jamás lo interrumpen manchas ni chorreones, a las que el almidón las respeta. Esas a las que la pestañita las mantiene radiantes, ni se les destillen los labios, a las que cualquier escote, por profundo que sea, nunca se les desalinea. Las mujeres que no sudan, las inmunes al viento, a la lluvia, al sol y sus estragos de bronceo o incluso al infame y poco invisible vino rojo. Esas mujeres a las que el baile las llama pero no las posee, esas mujeres que se van de una fiesta tan intactas como llegaron, que con el pelo cogido con 3 ganchitos de medio lado, con un par de ondas y una flor perfectamente puesta les dura el peinado hasta la salida del sol o hasta que su vehículo regresa para darles la bienvenida. Las que si por cosas de la vida tienen un descache, el moño que se cogen parece planeado, el nudo en el vestido parece previamente diseñado y la chancla de despedida parece que fuera de tacón. Confieso que siempre me ha gustado pensar que serán como cenicienta y que en su carruaje igual que yo, pero horas más tarde, igual se van a “derretir”, y que a la mañana siguiente el guayabo y el trasnocho tampoco discriminará ni tendrá piedad. Pero eso es pura envidia por esas fantásticas mujeres de porcelana, delicadas, impecables; Las reinas del espejo y amas del reloj. De las que quisiera aprender un poquito de vanidad y suavidad.
Yo aunque un poco inadecuada, un poco descomplicada, un poco escandalosa, también sé que con lo mío tendré mi encanto y aunque me derrita antes de tiempo, por la cuenta que me pasa la pasión, sin arrapos almidonados, ni peinados lacados. Me gozo el pelo mojado, la cara brillante, el vestido rasgado y la pestañina borrosa, porque nada se compara con la voltereta inesperada, el saltico salsero, el contoneo de los hombros y los muchos parejos que quieren tener así sea una pieza que los deje con el corazón acelerado y habiéndose lucido en la mitad de la pista, habiendo roto el esquema y habiendo perdido la compostura por 4 minutos de ritmo sin condiciones.
Entonces si por ahí me ven arreglada pero alborotada, que se sepa que la noche la terminaré despelucada y fatigada y la mañana siguiente la recibiré con calma, con un buen recuerdo y con un dolor de piernas que solo lo entiende quien ha bailado hasta las campanadas del himno nacional. Pero que volveré a mi pelo suelto pero seco, a mis tennis, a mis silencios y responsabilidades, esperando el día en que llegue otra oportunidad para despertarme, desahogarme, porque solo sacrificaría la lozanía por bailar, bailar, bailar.