¡Oh tiempos aquellos! Aquellos que me dejaban dormir sin mortificaciones, ni tormentas. Tiempos de inocencias, de poco bagaje, de ojos cubiertos con vendas benditas. Afortunada fui de una niñez protegida, segura, llena de educación para el bien, y con tranquilidades de futuros que prometían más que cosas; recompensas y justicias; que incluían por supuesto la “divina”.
Y así pasaron los años, y yo ignorante de lo que estaría por llegar, con la “mentira” de lo que me resguardaría y me protegería. Asumiendo mi historia y mis futuros con seguridad e ilusión, amparados por la ley de causa y efecto, del bien y del mal.
Diría que el primer momento en el que se me interrumpió y desportilló mi inconciencia fue cuando los ojos me dejaron ver crudas realidades de lo que creía perfecto, de lo que comparaba con orgullo, para darme cuenta que todo tenía su arruga y su aspereza. Me refiero a esa disfuncionalidad apenas justa y normal de cada familia y de cada amistad. Ese momento cuando el piso se me movió, cuando el niño Dios ya no bajó y sobretodo ese momento en el que ya no me oyó suplicas ni quiso negociar. Claramente un inevitable que viene con crecer.
Con el pasar de las horas, los días y los años, hubo más instantes de desportilles con sus respectivas astillitas y la inocencia fue perdiendo espacio mientras la adultez se abría campo, poniéndome entonces en la posición de quienes deben preservar y proteger esa caja maravillosa de cristal de los que aun estaban intactos. Eso, mientras yo asumía la cambiante realidad.
El amor me dió mis golpes, pero todo dentro de la normalidad y la vida me lanzó mis retos, que fueron bruscos, pero casi siempre conquistables. Con cada desamor iba haciendo costra y cada aprendizaje me forjaba deseos de seguir buscando para encontrar lo prometido. Un hombre que le hiciera honor a la fabula de mis sueños, protegida por el ángel de la guarda y su dulce compañía.
Para mi joven adultez, todo había sido simplemente un “despertar”, y aunque en ocasiones me desgarraba con dolor y me invadía con genuinas rabias, nunca, para entonces, se me quitó la confianza o la ilusión. Pero en los últimos años la inocencia que pensé que ya había terminado de perder, me demostró que todavía podían “interrumpirme” por segunda vez, incluso por tercera o cuarta y esta vez hasta la decepción, la desconfianza y la impotencia. Hasta la bendita, pero “perversa” madurez.
Si a mis 15 me movieron el piso, a los 30 me lo quitaron. Que tristeza decirlo, pero la verdad es que ese espejismo que añoré y para el cual me preparé, resultó ser tan injusto y tan absurdo que la frustración se apoderó de mi adultez. Existo en un mundo en el que ser “bueno”, correcto, entregado, generoso o esforzado no solo tiene precio, sino que además tiene multa. He encontrado que no hay ningún retorno para esas inversiones que parten del esfuerzo, del deber ser, de la ilusión por progresar.
En los últimos 7 años, en lo material, en lo profesional, en lo familiar, en lo personal, en lo legal y en lo romántico he recibido bofetadas sin mermelada, que han logrado dejarme parada en este lado cínico, menos intencional y más anestesiada. Con un agujero que, cuestiona porqués y lucha contra los cuándos. Son muchas las injusticias que hoy no tienen respuestas con un ¿porqué? sino que sus réplicas son tajantes sobre cuándo y de quién las debe padecer.
Esta perdida de inocencia no es que me haya impedido vivir o hacer, pero si me ha impedido creer, confiar y sin ninguna duda amar. No creo en el sistema legal ni en la justicia, de hecho, les tengo pavor, no creo en reciprocidades del destino que me osaba de pensar responderían con recompensas. No creo el fidelidades ni lealtades cotidianas, y por supuesto que en Dios muchísimo menos. Creo eso si, en que como sea, cada día toca enfrentarlo con entereza y sobretodo como si fuera el ultimísimo de todos. Creo también que la vida me dará mil vueltas inesperadas por donde se asomará la suerte, pero jamás la justicia.
Aunque hoy viva con intensión y alegría, ya también acepte lo inevitable; que la inocencia para mí “pasó de moda”. Me siento en un mundo donde creo que hay más malos que buenos, donde la fidelidad es un lujo, un inconcebible, un absurdo, donde la burocracia lo martilla todo, donde la salud no depende de su cuidado, donde la muerte escoge al azar y pareciera que solo a los que verdaderamente debemos conservar. Un mundo que visto desde acá se ve tan incontrolable que mejor me quedo viviendo el día a día, esquivando toda clase de charcos y de barrancos para poder mantenerme entre burbujas que sólo yo puedo controlar. Evitando noticias y reportajes de esos que ponen el alma en total alarma, que ponen los oídos a arder, mientras los ojos lo ven todo en cámara lenta y se me rebota el estomago haciéndome un enredo los principios, las creencias, los juicios y la verdad.
Ya mi inocencia está perdida y ojalá no vuelva a presentarse un momento en que todavía pueda romperse más. No quiero sorprenderme con más oscuras realidades, prefiero cerrar los ojos; hacer la vista gorda y en los días en donde regrese mi temida ingenuidad pueda llegar a mi almohada y querer pensar que no todo está descompuesto, así sea por la gentileza de lo más banal. Me entristece escribir palabras de desconsuelo, sobretodo cuando no hay persona más agradecida que yo con la vida que me ha tocado y la “suerte” que me ha protegido, pero es cierto que toca vivir alrededor de estas realidades de piedra que me las habían pintado como de papel.
Y sí, lo justo es lo más relativo que existe, la fe para aquellos que la tienen, es una simple herramienta para darle sentido a eso que no tiene, ni debe tener razón de ser. No dejaré de existir dentro de los parámetros que me frustran y me desconciertan, pero si procurare existir entre las grietas, haciéndole el quite (aunque seguramente sin mucho éxito) a las expectativas.
Aunque este texto lo escribí hace más de unos meses, en un momento de desilusiones latentes por circunstancias de todas las gamas de grises, si debo decir, que hoy, aunque dentro de un aura más positiva, aunque quiera haberme conservado intacta, la realidad siempre ganará la partida. A ratos me premiará con verdades de colores y otras veces con reveces de muchos matices.