El término meloso es un adjetivo que se usa de manera coloquial para definir a una persona o animal que actúa de manera cariñosa y amable, quizás en exceso.
Bueno pues esa claramente no soy, no es una de mis características más arraigadas, de hecho, si algo me incomoda a sobremanera son los abrazos de extraños o el contacto cercano con personas que no son de mi confianza, los “close-talkers” o los “hand-holders” esos que le cogen a uno la mano, el brazo o la nunca y no lo sueltan mientras hablan, caminan o mastican.
Más bien la verdad es que siempre he sido medio alérgica al contacto físico, tanto el voluntario como el involuntario. Las multitudes siempre fueron un problema para mí, me generaban una sensación de encierro y de “calor insufrible” que de alguna manera me ponía algo ansiosa y a veces algo asquienta.
Pero, aunque no suelo ser melosa ni con mi mamá; como no lo fui con mi papá, ni con mis hermanos, mucho menos con mis amigos, sí en la intimidad he tenido mi buena dosis de melosería con mis parejas. Algo más de puertas para adentro, lleno de cariño y ternura y a ratos hasta empalagoso. Pero, aunque me encanta el arrunche en momentos de amores pasajeros o permanentes, la verdad es que la comodidad y la amplitud de mi cama también tienen su encanto.
Sin embargo, reconozco un abrazo como el gesto más genuino de compañía, de solidaridad, de celebración, de reencuentro y de hermandad que existe. Lo reconozco también como un arma que combate para un momento de desasosiego critico, un mecanismo para la calma siempre, porque aun cuando se fuerza eventualmente se cede.
Esto para confesar que por estos días estoy tremendamente sorprendida de lo impactante y desconcertante que me ha parecido este momento de aislamiento, de cuarentena. Tengo un miedo que me limita a estar a prudente distancia con dos metros cuadrados vitales como tanto me gustaba. Con este nerviosismo de que el contacto puede ser hoy un arma letal, me incomoda y me desacomoda y me siento amarrada de pies y manos. Nunca me imagine que yo extrañaría tanto el contacto, la cercanía, los cuerpos ajenos y la cama con arrugas, y todo sin tanto alcohol, sin tanto guante, sin tanto tapabocas.
Ver a mi sobrinita y no poder abalanzármele para que me coja a abrazos o que se venga de pijama party para mi casa, o tener a mi mamá a centímetros de distancia haciendo labores conjuntas me tiene con el desespero a flor de piel. Que gusto que me daría hasta jugar algún juego de mesa con mis hermanos o echarme en un sofá con todos por ahí espernancados sin miedo para ver una película o hacer una hora de sobremesa con cuchara de arequipe comunal. Me hace falta no pensar si me estoy acercando poco, mucho o nada.
Es la primera vez en la historia de mi vida que me siento restringida por un miedo que me contagiaron; por que la verdad poco miedo le tuve al COVID-19 en lo practico y pragmático de su condición. Pero es que la cosa no es solo conmigo, que a mi no me importe no hace que a los que me rodeen tampoco. Entonces el virus ese me ha hecho cumplir con unas normas mientras que con los más cercanos se cierra la brecha de tiempo y riesgo.
Quien iba a creer que la melosería me haría falta y que este puede ser el mejor antídoto para que en mi vida le pierda tanto repelús al contacto, a las masas, a las manifestaciones publicas de cariño. Puede ser posible que cuando pasen estos días de riesgo que me quedan me desborde en empalagamientos. Seguro que hasta los más esquivos se llevarán su abrazo casi que lengüeteao, me comprare boletas para un concierto de esos que no le cabe un alma y me iré de fiestas a algún lugar lleno de esos en lo que uno no baila, sino que se lo bailan. Eso después de gozarme lo sencillo que es saludar sin calcular centímetros o sentarme en cualquier parte sin mantener distancias con muebles de por medio, o trabajar en el computador con compañía adjunta, o simplemente la tranquilidad de pasarse de mano en mano cualquier cosa que esté a la mano. Si alguno me queda de estos primeros días de cuarentena el valor de lo dulce y salado de la melosería.