El 17 de noviembre llegó mi Eugenio. Después de meses de espera, de un intento fallido; con miedo, con ansias y con ilusión, entró por esa puerta naranja después de que cayera el sol. En brazos de Diana y con carita de cansancio, por un vuelo de esos de aeropuerto en tiempos de COVID, me vio por primera vez. Una cosita de nada, miniatura, inocente, frágil. Yo, sin saber bien si venía con tantas ganas de conocerme a mi, como yo a él. Desprendido de sus hermanitos, de su mamá, de su familia, viajó desde Cali para venir a hacerme la mía. El primer miembro de mi familia propia e intransferible, primer integrante de mi isla.
Yo, que jamás imaginé un perro en mi casa, mucho menos en el corazón, ni podía pestañar de pensar que de repente me acababa de volver responsable de un “hijo adoptivo”. Mi mirada llena de dudas y con aprensiones acerca de semejante cambio se daba cuenta de lo que esto significaría en la vida de una mujer independiente, libre de ataduras, de vínculos de responsabilidad, neurótica con el orden de los espacios y exigente hasta la perfección. Mi vida estaba a punto de ponerse de cabeza. En segundos todos los posibles escenarios me invadieron la mente. ¿Qué tal que no me quiera? ¿Qué tal que yo no sea capaz? ¿y si es un demonio? ¿y quien me lo cuidad cuando yo no pueda? ¿Será que me acabo de encartar? ¿y si lo quiero devolver? Para entonces cada pregunta se estrellaba con mis miedos y mis inseguridades. Es que, aun siendo un perro, sería para mí una frustración o un dolor enorme si yo fracasaba en este intento. Pero bueno, decisión tomada, decisión asumida y cogimos camino a casa donde lo esperaba todo lo que yo sin saber nada de perros, tenía listo para ambos. Eso sí, cada cosa que escogí era reflejo de mi personalidad, el perro más sofisticado y práctico de Bogotá, yo tenía claro que Eugenio me acompañaría a TODOS lados, sería una prolongación de mi, no me ataría ni me limitaría a vivir todas las aventuras que se fueran cruzando en el camino.
Para sorpresa mía Eugenio resultó lejos de parecerse a mi y su tranquilidad y su calma me desarmaron. Todo lo que imaginé difícil, desesperante y problemático ha sido fácil, natural y lleno de tanta ternura que sólo un par de semanas después, pasé inevitablemente, de ser la mujer que lo cuidaba, a convertirme en su “mamá”. Una versión irreconocible mía, casi que inconfesable y contradictoria a todas mis afirmaciones a través de la vida. Yo, que de adulta desarrollé alergia a los perros y era una “hater” de mascotas, ahora dormía en mi cama, en mi almohada y entre mis sabanas con esta bolita de pelos, cosa que juré jamás hacer. Pero bueno ahí está la vida haciendo de las suyas, mientras yo intento sin éxito ponerle limites y normas.
Pero Eugenio no llegó en paracaídas, no llegó por capricho, llegó por dos razones. La primera por una realización de que tanta independencia y tanta soledad me había convertido en una mujer amargada, insensible y de mal genio y la segunda porque alguien me hizo caer en cuenta que el amor lo tenía a prudente distancia, bueno para que me engaño, a enorme distancia a razón de mis espinas de puercoespín que me escudaban y me daban una feliz pero falsa tranquilidad. Como sería de clara mi intensión de tener un cambio positivo en mi vida que su nombre surgió con absoluta inmediatez. Mi perro se llamaría EUGENIO, y eso para que me mejorara el genio. Nunca dudé que como todo lo que hago, hasta su nombre significaría algo especial y me recordaría el porqué de su llegada a mi vida.
Hoy unos pocos meses después ya me robó el corazón completamente y lo más impresionante, me ablandó lo que creía inablandable. Abrió lo que estaba atrapado con llave y candado, para llenarme de ternura, de dulzura y como si mi abuela le hubiera avisado, también, de suavidad. Todos esos sentimientos que me dejé robar con la inocencia, y que cambié por miedo, por distancia, por autosuficiencia y por insensibilidad, de repente aparecieron a flor de piel como si siempre hubieran estado ahí. Supe rápidamente que esto me hacía mejor persona y una version por fin digna de la suerte del amor. Todas estas nuevas virtudes han empezado a invadir mi vida a las buenas o a las malas y ahora, sin darme cuenta, he cambio esa vieja versión de mi. Todavía no sé si para bien o para mal, porque así todo suene para mejor, también me ha dejado vulnerable y desprotegida y ya sentí el primer golpe al corazón por estar blandita. Pero bueno, supongo que esto fue lo que quise y tendré que tomar lo bueno con lo pésimo.
Por ahora su corredera por la casa como loco a las 11 de la mañana y a las 8 de la noche, cada caminata por los jardines de su Santa María o su carita cuando se despierta y se para en las patas poniendo las manitos en las sabanas con ojitos de yo no fui para que lo encarame en la cama, me mantiene ocupada, acompañada y con una ternura tan contagiosa que no se agota ni con las manecillas del reloj. Me persigue por todas partes y cuando lo dejo, me espera sentadito en la puerta esperando que de ninguna manera se me cruce por la mente abandonarlo. Es un compañero, de esos incondicionales, ojalá pudiera hablarme y no sólo con la mirada, porque semejante bolita de algodón estoy segura tiene mucho que contar. Nadie me saluda con tanta emoción y tanta felicidad y por mi parte ya no hay nadie que me tenga tan sometida como mi Eugenio.
No se si fue la ablandada del corazón o la excusa de compartir la felicidad de su existencia que, con solo diez días de diferencia, por arte de magia se me apareció una segunda vuelta en el amor; cosa muy inesperada. Bueno y después cuando eso de repente también por arte de magia se perdió, se dedicó a arrucharme cuando me veía llorar para no me desampararme y para que el viejo genio pre-Eugenio, de ninguna manera se volviera a apoderar de mi. Talvez mi Eugenio ha sido de las mejores decisiones que he tomado. Ahora en esta casa somos dos, Eugenius the genius y Helen.