Un amor de invierno

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Lo que empezó un noviembre de lluvia, terminó un enero de sol. Un puro amor de invierno, pasajero, apasionado, intenso, prometedor, efímero y al final como siempre, desgarrador. Uno de esos amores que como los de verano, comienzan por sorpresa, se crecen como la espuma y después, cogen camino y por agua se van, así, sin más. Y mientras pasan los amaneceres y los atardeceres, el agua tan poderosa, se lleva entre la corriente pedacitos de mí, trocitos de ilusiones, migajas de cariño; permeándolo todo hasta que vuelva a salir el sol a secar lo que en febrero todavía me ahoga mientras nado contra corrientes, buscando salvavidas. 

 

Pues sí, advertida y todo, un amor de invierno me conquistó con todo y mi escepticismo, con todo y mi terquedad. Llegó desde el pasado y entre galanterías, misterios y viejas curiosidades, me enredó sin mucho enredo. Eso si, no sin antes dejarme marcada la piel e invadido cada rincón de mi vida. Me cautivó en medio de un corazón congelado y de fríos de esos que no parecían pasajeros, me calentó el alma, me derritió la cordura y desempolvó todo lo que mi intimidad tenía archivado. Mientras los días pasaban entre espejismos, recuerdos, ilusiones y un sabor a hogar, todo lo que me mantenía a una prudente distancia, de repente acortó cada centímetro y días antes de que cayera el invierno, el mundo tomó su tono rosa. Ese color rosa que inunda esos cielos de tardes de infinitos, ese color rosa que siempre tiene espinas, espinas que hacen lo que sólo ellas pueden hacer; rasguñar en el alma. 

 

Entonces el invierno Bogotano quedó como un simple recuerdo, mientras el invierno francés acogía lo que yo acá extrañaba, lo que yo no comprendía. Entre mis vientos se fue, buscando destinos, respuestas y felicidades y el invierno enfrió con su nuevo rumbo todo lo que para entonces me calentaba como chimenea sabanera, en una noche estrellada. Hoy, en la campiña francesa se camina con incertidumbre y en individual, mientras en los jardines de Bogotá se camina con decisión y con una pequeña compañía, pero con pasos de esos que inevitablemnete se sienten hacia atrás. 

 

Así que mientras llega la primavera, que siempre llega, por más gris que lo parezca todo, el corazón se pasa como una uva pasa y la mente se pregunta ¿porqué? ¿cómo? ¿en qué momento? ¿hasta cuándo? Y la vida se me esconde porque no puede darme respuestas, muchos menos una típica fantasía mía, de los imposibles convertidos en posibles. Fantasía como las que siempre se me esfuman, y que por el afán o por la suerte, parecen eternamente esquivarme. 

 

Pero para cuando llegue el verano y la primavera haya dejado sus pétalos y brotado sus tranquilidades de tonos pasteles, esperemos que ya el corazón esté cicatrizado y no tan frustrado. Ojalá todo lo convierta en un renacer y que encuentre entre una que otra tormenta, resucitar la esperanza de amores sin estaciones. Tal vez será el calor del verano y sus amores los que le ganarán al invierno sólo por esta vez y ojalá por ultima vez. Porque esos amores de verano, por un acto milagroso de cualquier altísimo, lograrán soplarme con o sin chubascos, hacia un amor de otro color y con otro calor. 

 

Y como siempre, llegará el otoño con sus hojas caídas y cayendo, limpiándome todo el pasado y cubriendo todo el camino que me espera delante, alistándome para cuando la nieve vuelva a atreverse a asomarse por mi ventana. Ese próximo invierno, así me cueste sudor y sangre, no habrá lagrimas, ni habrá disposición para un amor con nieve que tenga la osadía de congelarme una vez más, entre recuerdos divinos y románticos durante días o meses. No habrá invierno que logre mantenerme en una torre, esperando a que un príncipe a bordo de un flamante corcel, se trepe para rescatarme con todo y rosa en mano, para conquistarme con promesas pasajeras de un amor tan frio que me congeló un invierno mas.