Meses de preguntas, de dudas, de existencialismos y rupturas, me empujaron hacia el viejo continente a una aventura inesperada, programada, anhelada, incierta y retadora, en compañía de mi actual compañero de vida; Eugenio; el perro maravilla.
Quien se habría imaginado que mi familia sería, a mis cuarenta, un perrito de 5 kilos, tres colores y 25 centímetros de alto, y yo en mi versión más actualizada. Los dos nos encontramos, en medio de todo, creo que por una casualidad de pensamientos cruzados y soledades de pandemia. Con todo y mi renuencia, mis antiguas creencias, se me fue rompiendo toda una realidad de gustos y normas auto impuestas que incluían que un perro jamás dormiría en mi cama, mucho menos que sería un fiel compañero casi 24 hora de los 7 días de cada semana y que un animalito de talla mínima anduviera a ratos entre mi cartera con todo y sus paticas sucias como el mejor de todo mis accesorios.
Rara vez en tres años no hemos separado, pues la conveniencia de mi vida permite que este ser me persiga “falderiándome” como ninguno, hasta hoy por estas tierras lejanas. No en vano cuando decidí aventurarme a este periplo pensé que dejarlo me rasgaría un poco un corazón, para ser honesta me daría una “mamitis desviada” terrible. Por eso cada trámite para emprender nuestro viaje, cada investigación, cada acto burocrático desconocido y poco estandarizado no se sintió como un sacrifico, aunque si como un reto de muchas aristas prácticas. Todo para poder sentirme completa en una búsqueda de algo que no sé si se me perdió en territorios que no he visitado. Algo del alma que seguro está refundido, pero no sé qué, ni donde, ni porqué. Era clarísimo: Eugenio vendría conmigo a mi aventura como pieza fundamental y sería el reto de viaje más raro que enfrentaría; al menos por ahora.
Con todo el papeleo en mano, con documentos que jamás me imaginé tendría un animal; pasaporte incluido, Empezó la travesía con un “algo” verdaderamente a mi cuidado. Es que aun habiendo cuidado y viajado con niños, esto nada ha tenido que ver y aunque siempre acostumbrada a viajar ligero, con cartera y un bulto de maleta que checheo en cuanto puedo, este paseo ha tenido de distinto un poco más de fuerza bruta, de coordinación de varios bultos, entre ellos uno vivo al que le da sed, hambre y sorprendentemente pareciera que no ganas de ir al baño. Hemos pasado por seguridad, esquivando millones de personas y maletas rodantes, que se sienten seguramente aplastantes desde el piso, y mi perro a estado confinado a una maletica que tiene el espacio justo para enroscarse y dormir con una gotícas de valeriana para apaciguarle el corazón mientras aprende.
Eugenio que empezó la travesía sin saber que le esperaba, ha sido como siempre, juiciosisimo, explorador y paciente, me ha permitido adaptarme a todo lo nuevo que es viajar con un perro, preocupada porque nada le incomode, nada le duela, nada lo ahogue, mientras me acostumbro que al final un perro se aprende a acomodar a todo. Los aviones han sido fáciles contrario a lo que me esperaba, Eugenio popular como siempre, haciendo amigos de todas las edades. Ha montado en metro y próximamente lo hará también en barco, confundido a ratos y abrumado seguramente por tanto ruido humano y tanto trajín a su alrededor, este ser ha sido mi mejor compañía y mi tranquilidad de familia.
Por fortuna Europa le ha dado la bienvenida en todos sus rincones sin mayor problema y hasta el momento lo han recibido hasta para tomar cerveza y tapas en un bar de muchos pies caminantes por su lado. Ahora está conociendo el mar, aprendiendo de mitología griega y disfrutando de una brisa muy al clima mientras aprende que Yassas es el saludo por estos lares.
La mejor decisión: haberlo traído.